domingo, 13 de septiembre de 2009

El Viajero

El Viajero

Jorge S. Luquín

Por años me había llamado la atención mi vecino de mesa en el restaurante donde acostumbro hacer mis alimentos. Me parecía el tipo más rutinario del mundo. Siempre llegaba tres minutos después que yo, se sentaba en la silla que daba de frente a mí, lo atendía la misma mesera y procedía del mismo modo: Tomaba la carta, la hojeaba, la cerraba y terminaba pidiendo lo de todos los días. En el desayuno huevos divorciados con bistec, jugo de naranja y café americano; en la comida sopa de lentejas, arroz con plátano y albóndigas (martes y jueves intercambiaba las lentejas por fideos) a la hora de la cena frijoles refritos con chorizo, pan blanco, café con leche y una empanada de manzana.
Vestía siempre igual, camisa azul, muy limpia, saco café de lana y un pantalón de color incierto.
Al verlo pensaba en la cantidad de hombres como ese que habría por todos los cafés del planeta.

De lunes a domingo entraba al restaurante, tomaba asiento y observaba mi reloj; a los tres minutos lo veía entrar, sentarse y comenzar su ritual.
Tenía más de diez años de medirle el tiempo y ver su exactitud cronométrica.

Una noche que disfrutaba su empanada de manzana, alzó la vista y se encontró con la mía. Torcí la boca en un intento de sonrisa; el me respondió alzando la empanada mordida como si estuviera brindando conmigo y se volvió, concentrado en su café con leche. Ese fue el principio de nuestra amistad.

Era sin embargo, una amistad extraña; aunque siempre coincidimos en el mismo lugar y casi a la misma hora (con tres minutos de diferencia) él siempre se sentaba en su lugar de costumbre y desde ahí conversábamos. Sólo nos separaban dos sillas, la silla opuesta a la suya, en su mesa y la silla opuesta a la mía, en mi mesa.

Me parecía un viejo con clase, una especie de sabio. De su charla deduje que era un melancólico con todas las características que esa palabra implica. Pensaba que todo tiempo pasado fue mejor, que el café ya no lo hacen como antes, los cigarros son cada vez más suaves y artificiales, las mujeres cada vez más putas, aunque eso no terminaba por molestarle del todo ―acotaba―. Opinaba que los meseros son cada día más insolentes y la bebida se rebaja al simple acto de embriagarse, no importando si era un ron apestoso o alcohol del noventa y seis. Tengo que confesar haber estado casi totalmente de acuerdo con él.
Concluía diciendo que debía existir en el mundo todavía “algo” valioso y que, si había justicia, ese “algo” lo encontraría a él en algún lugar ya que sólo logró adivinar su existencia pero no pudo encontrarlo.

Después de innumerables charlas en las que conocí su opinión sobre el estado del mundo en la actualidad, entre cafés con leche y empanadas de manzana, un día desapareció. Simplemente nunca regresó al restaurante. Durante dos años observé su silla vacía u ocupada por otros comensales menos interesantes. Las primeras veces volteaba a ver mi reloj, contaba tres minutos, pero terminé por no esperar a aquel hombre envuelto en su saco café de lana.
Pensé que a lo mejor ese “algo” que siempre esperó había terminado por parársele en frente, y me descubrí deseando ser sorprendido por ese “algo”, lo que fuera que ese “algo” significara.

Alguna vez leí que el hombre debe tener cuidado con lo que desea porque se le hará realidad, y ahora estoy convencido de la certeza de esa sentencia. Ese “algo” apareció en la forma de mi vecino de mesa. Me lo encontré en la calle, así, de pronto. Estaba parado junto a mí. Al principio no lo reconocí, no traía su viejo saco, ni su camisa azul ni su pantalón de color incierto. Vestía, digamos, más juvenil.
Me saludó efusivamente, algo inusual en él; me palmeó la espalda y sonriendo me dijo que si no tenía nada mejor que hacer, me invitaría a tomar unos tragos. Su lenguaje era como el de un joven de esos que, apenas hacía dos años, desdeñaba por no conocer “el verdadero sentido de la vida” para usar sus propias palabras. Su lenguaje era coloquial, desenfadado y su apariencia era la de un hombre de edad indefinida; muy vital y al mismo tiempo emanaba un aura de misterio. De esas personas que volteamos a ver siempre que pasan cerca de uno.
Yo me dirigía a comer y nunca, en veinte años había dejado pasar la hora de mis alimentos. Pero la sorpresa de ver a mi antiguo amigo y su transformación, fue más fuerte que mi hambre. Así que accedí complacido y nos dirigimos a una cantina.

En medio de una botella de vodka y una sucesión ininterrumpida de brindis que ya me tenían mareado por mi falta de costumbre al alcohol, conversamos sobre los últimos acontecimientos. Me sentí incómodo al descubrir que mientras él hablaba de mujeres y hombres desconocidos que se dedicaban a no sé qué prácticas y a realizar algunos viajes que no me quedó muy claro a dónde, yo sólo le hablaba de los cambios ocurridos con la remodelación del restaurante, la llegada de nuevas meseras y cocineros y el mal sazón que tenían últimamente.
Me disculpé por no poder compartir con él mayores experiencias sobre mi vida en los últimos dos años.
La plática se fue al tema del sexo. Hablaba de secretos ocultos en el manejo de la energía sexual. Yo estaba confundido. No podía poner toda mi atención en lo que decía porque mi mente iba de su charla a su imagen. Simplemente no podía creer que ese hombre sentado frente a mí pudiera ser el mismo hombre apagado, misterioso, callado, antisocial y casi misántropo que había conocido unos años antes, enterrado en un viejo café de la ciudad.
Después, no recuerdo por qué, terminamos hablando de la idea de la divinidad. Explicaba que Dios era sólo una palabra que representaba la estructura de la psique humana.
―No es un ser ―Decía. ―Sino la representación de cómo está formado el ser.
Mientras explicaba estas herejías, más evidente era su transformación. Se emocionaba con su propia charla y su vitalidad se volvía desbordante y contagiosa.
No pude contenerme. No sé si fue la curiosidad de verlo tan distinto o el exceso de copas pero me tomé la libertad de preguntarle sobre su cambio tan notorio.

Se me quedó mirando, sonrió y me preguntó como si nada si quería en verdad saberlo. Mi respuesta consistió en preguntarle si había encontrado ese “algo”.
―Sí, lo encontré. ―Dijo, y volvió a sonreír.
Le pregunté si su ofrecimiento para conocer su secreto estaba relacionado con ese “algo”, y como respuesta sólo recibí un movimiento afirmativo de cabeza, acompañado de una mirada enigmática.

Definitivamente me interesaba, así que dije sí, algo locuaz, y me citó en una dirección de la colonia Roma que apunté en una servilleta y salí de la cantina casi cayéndome de borracho pero fantaseando sobre una vida futura.

A pesar de mi carácter un tanto antisocial, la reunión resultó interesante. Al principio parecía una fiesta común, con grandes cantidades de alcohol al cual vi que mi compañero se había vuelto muy aficionado. Nos encontrábamos en el jardín de una casa antigua de cantera bien pulida, con techos altos muy decorados y el pasto del jardín impecable.

No acostumbro beber y sin embargo esa noche el alcohol parecía haber perdido su efecto nocivo en mí. Tal vez por la pastilla que disolvieron en la bebida no me emborraché a pesar de que ingerí mucho más vodka del que he estado acostumbrado siempre. En cambio, tuvo un efecto novedoso.

En determinado momento, me abordó un individuo al cual no se le podía adivinar la edad, en eso era muy similar a mi compañero, parecían haber sacado juventud de su pasado. Su vitalidad estaba a flor de piel, gritaba y se movía como si le sobrara energía y no supiera por donde darle expresión. El hombre me preguntó sobre mis viajes y yo le expliqué que nunca había salido del país, me miró divertido y me dio golpecitos en la espalda al tiempo que reía mirándome con aire de complicidad. Comenzó a platicarme sobre lo que él llamaba “sus salidas” y que, por lo que entendí, habían sido a regiones poco exploradas del mundo. Describía una vegetación extraña, paisajes coloridos y fauna desconocida para mí.

Conforme escuchaba la descripción de un mundo de ensueño, comencé a ver a mi interlocutor cada vez más lejos, como si lo observara a través de un tubo muy, muy largo. Su voz se oía lejana y no lograba ya entender lo que decía. Mientras observaba este fenómeno con cierta curiosidad, el hombre se perdió en el infinito. Pero de pronto volví a escuchar su voz, o eso creí. Me relataba algún mito primitivo o a lo mejor un cuento medieval.
Mientras ponía atención a los detalles de la historia, observé cómo todos los presentes se transformaban en los personajes de dicho drama, mi compañero de mesa caminó hacia mí con una falange en la mano y cercenó mi cabeza de un tajo. El mundo comenzó a girar a una velocidad vertiginosa y cuando se detuvo, me di cuenta que era mi cabeza rodando por el suelo la que se había detenido. Desde mi nueva posición vi que mi compañero arrancaba mi corazón y después abría mi vientre, sacaba mis intestinos y dividía mi cuerpo por la mitad. A pesar de lo terrible de la situación me sentía ausente, como si estuviera viendo una película y no fuera yo la víctima de ese asesinato. Todos observaban impávidos, parecía que les fuera familiar semejante espectáculo.

Tomaron lo que quedaba de mí y lo enterraron bajo un árbol parecido a una acacia, me abandonaron y quedé inerte sintiendo la humedad de la tierra removida en cada parte de mi cuerpo mutilado. Mi estancia en medio de la tierra, en esa soledad indecible, sabiéndome perdido para el mundo, me hizo sentir la vacuidad de la existencia; mi mente era lo único en movimiento. Estoy muerto ―Pensaba―. Ya no podré ver el cielo, ni articular palabras, ni escuchar la risa de la gente.
Además, la muerte era peor que todas las teorías que había escuchado, no veía el famoso túnel, ni la luz, ni el cielo ni el infierno; sólo una oscura soledad confinada a un espacio de tal vez un metro cuadrado, lo que ocuparía mi cuerpo hecho pedazos. No iba a ninguna parte, ni reencarnaba, ni existía el eterno retorno, ni me convertía en animal, ni en Ángel, ni me disolvía en la nada. Soledad, sólo soledad.
Una voz que sentí ajena, imparcial, sin emoción alguna, comenzó a hacerse o a hacerme preguntas, no sé.

¿Si Dios no existe, por qué estoy pensando? ¿No debería de haber desaparecido mi conciencia? ¿Si sí existe por qué sigo atado a este espacio? ¿Será esto el purgatorio? ¿Qué hice en mi vida? ¿Viví lo que quise vivir? ¿Por qué me confiné todos estos años a una mesa de café? ¿Qué le dejo al mundo? ¿Debí dejarle algo al mundo? ¿Para qué? ¿Qué es la vida? ¿Me fui fiel a mí mismo o me traicioné? ¿Supe lo que quería? Y ¿El amor? ¿Lo conocí? ¿Era importante el amor? Ya muerto ¿Qué es importante? Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?

A lo lejos escuché voces que cantaban alguna especie de himno. Las voces comenzaron a acercarse. Sentí cómo la tierra que cubría mi cuerpo se movía y una luz se empezó a vislumbrar. Ángeles ―Pensé―. O demonios que por fin vienen por mí. La tierra seguía moviéndose, escuchaba cómo la removían con alguna herramienta y la luz se volvía más intensa. Me desenterraron y pude reconocer a mi asesino y a sus cómplices. Mi compañero se puso una máscara de león, tomó una de mis manos, pronunció unas palabras ininteligibles y me levantó. Yo estaba completo, vivo y asustado. Todos me miraban de manera expectante y no entendía qué esperaban de mí.

Empezaron a reírse y a señalar mi ropa; me miré y estaba vomitado, lleno de tierra. Al parecer me había quedado dormido mientras escuchaba al tipo de los viajes extraños y me caí en una jardinera.
Me preguntaron cual había sido mi viaje y creí que deseaban que les relatara mi experiencia. Me sentía muy mareado pero accedí. Al concluir, se miraban entre ellos como extrañados y dedujeron que ese no había sido un viaje, que no me había sabido conducir.
―No fuiste a ninguna parte. ―Me dijeron.
―Sólo tuviste un mal sueño.
Nunca más volvieron a invitarme a sus reuniones. Pero nunca supe si fue porque, como dijeron, yo no había podido hacer el viaje, o sólo fue un artificio para despedirme después de haberme regalado semejante experiencia. Como fuera, desaparecieron para siempre.
Pensé en regresar al restaurante pero me acordé de la voz. “Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?” Me quité mi camisa azul, mi saco café, mi pantalón de color incierto, me puse un traje nuevo y me perdí en medio del bullicio del mundo.

Candelario

Candelario
Jorge S. Luquín

Al fin las campanas de la iglesia anunciaron la media noche. Observé que no hubiera vagabundos o algún velador y me metí a hurtadillas, protegido por la obscuridad, entre las rejas del viejo panteón. Las tumbas eran humildes, sin lápidas, sin mausoleos; sólo montículos de tierra formados en hileras. Algunas con flores frescas y agua; otras secas, arrumbadas, con nombres ilegibles por el paso de los años.
En la tumba que yo necesitaba debía leerse claramente un nombre, así que fui recorriendo el panteón sepulcro por sepulcro hasta su último recoveco; caminé al extremo opuesto de la entrada para evitar ser sorprendido o que algún trasnochado viera lo que no le estaba destinado a ser visto.

Candelario de la Luz Prístino 1891 1945 ―decía, con letras borrosas, una madera carcomida por el tiempo―. Pensé que ése me sería útil. Había vivido un poco más de cincuenta años y seguramente estaba todavía fuerte cuando murió.

Excavé más profundo de lo que había esperado para encontrar los restos. Cuando estaba a punto de desistir por el cansancio, descubrí una costilla, la caja se había podrido totalmente y sólo estaban los huesos revueltos en la tierra. Arrojé lejos la costilla y con el ánimo renovado me puse a buscar la cabeza. Por alguna razón, el cráneo estaba colocado debajo de sus pies, probablemente Candelario había sido decapitado o habría tenido algún tipo de accidente. Metí la calavera en el costal y salí de ahí como entré, sin ser visto.

Tres días después fui a la misa que había mandado a hacer en su nombre con el cráneo de Candelario en una bolsa y le robé la misa al Padre. Procedí de acuerdo a aquel antiguo ritual: pronuncié en voz baja el sermón litúrgico al mismo tiempo que el sacerdote y esperé los responsos de los fieles. Recé los padrenuestros necesarios y extraje el poder de la eucaristía que el sacerdote se llevaba en el momento en que consagraba la ostia. Con ella invoqué la presencia del muerto y al finalizar la misa Candelario estaba sentado junto a mí.

Era muy distinto de como me lo había imaginado, estaba gordo, chaparro, tenía la nariz muy gruesa, un bigote mal recortado adornaba su labio superior, vestía pantalón caqui y camisa a cuadros azul con blanco; más que un hombre fiero de principios de siglo, parecía un campesino común del sur del país.

Me preguntó con su cara inexpresiva de fantasma qué quería de él, yo sabía que ese era el momento, la señal, y le mostré su cabeza. Estaba conciente que sólo yo lo veía y no quise llamar la atención de los demás feligreses, así que en voz baja continué con el ritual. Al mismo tiempo que frotaba la cabeza con aceite del Santísimo, me dirigí al muerto
―Candelario, estás atado a mi voluntad, soy dueño de tu cabeza y desde ahora me servirás y me reconocerás como tu amo.
Parecía conocer las reglas del otro mundo; se le quedó mirando a su cabeza que yo sostenía con fuerza entre mis manos, después volteó hacia mí, por último, dirigiendo la mirada hacia el Santo de los Santos, con palabras balbuceantes se rindió y se puso a mis órdenes.

Desde entonces, con el sólo hecho de frotar su cabeza que reposaba en mi altar y mandarle a hacer misa cada mes, Candelario hacía todos los encargos de mis clientes. Ahuyentaba enemigos, ataba al ser amado, adivinaba el futuro y curaba a mis enfermos.

La fama de la cabeza de muerto se extendió como la lepra, la gente llegaba de todas partes del país para consultarla. Los hombres preguntaban por sus tierras, su ganado y algunas veces por su salud; las mujeres deseaban conocer sobre el amor, los hijos y los maridos. Las solteras sólo esperaban dejar de serlo y se tronaban los dedos mientras aguardaban la respuesta de Candelario.

Tal vez por su misma naturaleza, las mujeres eran mis principales clientes. Ellas son más vengativas, ambiciosas y posesivas, pero también es cierto que todo el tiempo se están preocupando por la vida de los otros, de tal modo que siempre había algo que hacer para el muertito.

A la policía no le pasaron desapercibidos los comentarios que se oían por todo el pueblo y también fueron a consultar a la cabeza. A causa de mis pecados de juventud yo debía algunas vidas desde hacía muchos años, hombres que tuvieron los huevos de volverse a ver a mis mujeres o por haber intentado enamorarlas, estaban muertos. Como haya sido, la policía me tenía siempre en la mira y la única forma de que me dejaran en paz era trabajar para ellos sin cobrarles.

Como les llegó el rumor de lo acertado que era Candelario, me pidieron que le preguntara sobre un homicidio reciente. Habían encontrado el cuerpo sin vida de un industrial importante de la región, en el río y la autopsia no reveló ningún indicio que los encaminara hacia el victimario.
Yo había escuchado del caso porque en los pueblos se entera uno de todo y supe que la esposa estaba dispuesta a dar una buena recompensa a quien denunciara o capturara al asesino, así que mentí y les dije que tenía que ser la esposa la que hiciera la pregunta. Mi idea era saber el nombre y el paradero del matón y quedarme con la recompensa al revelarle los datos a la señora. Ella estuvo de acuerdo y concertó la cita.
― ¿Cuánto me va a costar esto? Haré cualquier cosa con tal de encontrar al asesino de mi esposo, pero de una vez le digo, yo no creo en estas cosas.
Su voz era firme, autoritaria y casi convincente si no fuera por una ligera ansiedad que revelaban sus ojos y que yo interpreté como un deseo oculto de que Candelario le resolviese el problema. Me agarré de esto y le dije que no le cobraría ni un centavo si no le entregaba al asesino; pero que si lo ponía en sus manos, ella me daría la cuantiosa suma que había ofrecido como recompensa. Aceptó convencida y yo procedí a evocar al muerto.

Froté la cabeza y la voz de Candelario resonó dentro de mí. La respuesta fue precisa: Salomé, el asesino se llama Juvenal Castro, es un joven de veintiséis años y tiene su domicilio en la calle Hacienda número treinta y dos en el pueblo de San Bartolo. Lo asesinó por órdenes de Epifanio Rodríguez, un delincuente de este pueblo que extorsionaba a tu marido.
La señora se puso pálida, dijo conocer al tal Epifanio; llegaba una vez al mes y su marido se encerraba con él en su despacho.
―Siempre vi a mi marido poner mala cara cuando llegaba ese señor y nuca supe por qué hacía negocios con gente que no le agradaba. ―Decía, sollozando.

La policía capturó al matón y al capo sin mayores contratiempos. (Supe que les habían sembrado las pruebas para tener un pretexto que los condenara.) La viuda se quedó muy impresionada por las facultades de Candelario y se volvió una de mis más fieles seguidoras; me pagó la recompensa y se encargó de llenar mi casa de mujeres adineradas que iban con cualquier pretexto a consultar a Candelario.
Yo tuve que dividir la recompensa con la policía, era mi paga para que me dejaran trabajar en paz.

Salomé era morena, grande, de complexión gruesa, de ojos inmensos y mirada profunda, sus labios eran carnosos y bien formados, su cabello rizado y abundante le llegaba debajo de los hombros. De esas mujeres que hacen rebuznar a un burro, dirían los viejos. Me aproveché de la afición que había despertado la cabeza en Salomé y la invitaba seguido a que la consultara para cualquier asunto por trivial que éste fuera. Ella no perdía la ocasión de interrogarlo y llegué a imaginar que el muertito podría molestarse al ser importunado por cualquier tontería.

Así como Salomé, varias mujeres empezaron a visitar al oráculo, aquellas que no tenían dinero me pagaban con sus encantos, yo las aceptaba a todas. Esto se empezó a salir de control, sucedió que llegaban mujeres, ya no a consultar a Candelario, esto era el pretexto, lo que en realidad querían eran unas horas de placer y estaban dispuestas a pagar por ello y yo a aceptar el dinero por complacerlas. Mis experiencias aquí fueron variadas, debo confesar que llegué a aceptar a mujeres para mi gusto sin ningún encanto, pero pensaba en la paga y hacía de tripas corazón.

Las seguidoras de la cabeza habían mandado hacer un altar para Candelario y le ponían ofrendas consistentes en monedas, dulces, collares y milagros religiosos; las seguidoras del sexo, pagaban depositando el dinero en una alcancía. Por extraño que parezca no me agradaba recibir el dinero de este grupo de mujeres con mis manos, así que instituí una alcancía con el pretexto de que al muerto no le interesaban en lo más mínimo las cosas materiales, sino el servicio espiritual que otorgaba por su condición de habitante del más allá.

No dejaba de resentir que Salomé no perteneciera al grupo de clientas sexuales y se quedara como fiel seguidora del muertito. De todas era la mujer que más me gustaba, pero como ella sí tenía dinero para pagar las consultas y era dominante y autoritaria, no encontraba la forma de jalármela al otro bando. Me resigné conformándome con la gran variedad de mujeres que tenía el grupo de devotas sexuales, como me dio por bautizarlas.

Una noche que atendía a una de estas devotas, llegó un auto. No tenía ninguna cita programada y no hice caso, pensé que el auto pasaría de largo pero de pronto escuché que gritaban mi nombre, quise incorporarme y cuando estaba reaccionando ya estaban dos señoras dentro de la casa. Entraron sin avisar y me encontraron con una mujer desnuda y a mí con los pantalones a las rodillas tratando de subírmelos. Eran Salomé y una joven que jamás había visto en mi vida. Por un momento se quedaron confundidas viendo mi miembro, pero rápidamente Salomé recobró el aplomo y me dijo, como si no hubiera visto nada, que necesitaba hablar conmigo, que era urgente y que me esperaría afuera. Todo esto me lo dijo en su ya conocido tono de general dando órdenes. Dieron media vuelta y salieron apretando el paso mientras yo despedía a mi clienta.

Ya con los pantalones arriba y bien fajado, acompañé a mi visita a la puerta e invité a las señoras a pasar. Involuntariamente voltearon hacia mi bragueta y después me miraron a los ojos. Ya adentro Salomé empezó a hablar muy rápido. Cuando me dijo a lo que iban sentí una mezcla de furia y frustración; querían que le preguntara a la cabeza si el hijo de la joven que la acompañaba sería aceptado en la nueva escuela, el “pobrecito” era muy sensible y no querían que sufriera para adaptarse a sus nuevos compañeros.
Conforme la escuchaba, mi furia se fue transformando en un plan para desquitarme; habían invadido mi casa y me habían encontrado en pelotas sólo para saber sobre un pinche escuincle “sensible”.
Mi mente giraba rápido, cuando terminó de hablar yo ya sabía qué responderle. Fingí preguntarle a Candelario y fingí esperar su respuesta; les dije que Candelario necesitaba ponernos en trance a Salomé, a la mamá del chamaco y a mí y para eso tendríamos que beber grandes cantidades de alcohol, su fe ciega en Candelario no les permitió maliciar la receta y procedimos a destapar botellas. Ya muy borrachos, cumplí mi capricho.

Salomé y su amiga empezaron a hacerme bromas sobre la manera en que me encontraron al llegar a casa y a burlarse del tamaño de mi miembro, yo les seguí la corriente. De las palabras pasamos a las manos y de las manos a los cuerpos entrelazados. Cogimos como perros hambrientos peleando por un pedazo de carne; a veces nos disputábamos a Salomé, a veces se empujaban entre ellas peleando por mi miembro, otras, Salomé y yo nos repartíamos el cuerpo de su amiga. Terminamos exhaustos.
Estábamos tumbados en la cama cuando escuché la voz de Candelario dentro de mí: Salomé puede saber ahora la respuesta. ―Decía la voz.
¿Desde cuándo la pinche cabeza era autónoma? No le había preguntado nada, además me di cuenta que sólo a ella la llamaba por su nombre, a todos los clientes se dirigía como “el o la consultante” ¿Por qué la llamaba por su nombre? Desde el primer día lo había hecho y yo no me percaté de ello sino hasta ese momento.
Fui al altar y lo exhorté a que diera la respuesta, me dijo que el niño tendría problemas de adaptación los primeros tres meses pero que después se haría de buenos amigos y encontraría protección de alumnos más grandes. Se lo comuniqué a las dos mujeres y se fueron satisfechas.

Ya solo con Candelario, le pregunté sobre la razón de esa preferencia y se quedó mudo, se lo pregunté tres veces y al no contestar lo castigué. Le cancelé las siguientes dos misas y puse su cabeza al revés.

Salomé llegó al día sigueinte a consultar a Candelario pero llevaba una botella de vino en las manos, nos la bebimos y repetimos el ritual del día anterior pero ahora ella y yo solos. Así surgió una relación intensa y malsana.
A mí, que me volvía loco Salomé, no me importaba nada y la recibía a cualquier hora del día o de la noche, ella ya no aceptaba que otras pagaran por sexo, tuve que destituir la alcancía y las mujeres despechadas nunca volvieron. Descuidaba a mis pacientes y sólo deseaba estar con ella.

Sabía, por anteriores consultas al oráculo, que un compadre la asediaba desde que se había quedado viuda y que a ella le parecía de no malos bigotes. Para evitar que se involucrara con su compadre la llevé a vivir a mi casa.

Durante el día Salomé regaba las plantas del patio, alimentaba a los animales y aseaba la casa; yo recibía a los clientes que venían a consultar a la calavera. Por las noches rodábamos desenfrenados por el piso ebrios de sexo y alcohol.
Al terminar nuestras horas de amor, Salomé se entretenía observando la cabeza de Candelario y le musitaba cosas incomprensibles en sus etéreos oídos. Salomé parecía haber desarrollado la capacidad de comunicarse con el muerto; me contaba cosas que según, él le decía.
Eso me traía el recuerdo de la preferencia de Candelario por Salomé y lo volvía a castigar.

Poco a poco la conducta de Salomé se fue haciendo extraña, incomprensible; algunas noches se despertaba sonámbula, los grillos entonces cantaban más fuerte que de costumbre y la noche parecía más fría y brumosa, ella se metía al cuarto del altar, cogía la cabeza y se escapaba ocultándose entre el bosque. Nunca supe qué pretendía hacer con el cráneo, yo iba tras de ella y la traía de regreso antes de que llegara a su destino, sin despertarla para que no se quedara loca. Pero siempre cogía la misma ruta, aquella que conduce a la cañada más allá de los eucaliptos poblados de murciélagos.
A la mañana siguiente, decía no recordar nada de lo que había sucedido durante el trance.

A pesar de estos eventos esporádicos que nunca supe qué los provocaba y mis celos por Candelario, vivía feliz con ella.

¿Cómo olvidar aquella vez que hacíamos el amor y ella rompía el susurro de la noche con sus gritos? Su cuerpo empapado de sudor, de pie y recargada en la ventana mostrándose a la luna. Yo detrás de ella penetrándola y sintiendo el aroma de su piel. Sé que estuvimos en el cielo. De pronto Salomé se quedó ausente, se apartó de mí y me dijo que Candelario quería que bebiéramos vino en su cabeza. Yo se lo prohibí terminantemente alegando que eso era un sacrilegio, que Candelario no podía ser utilizado de esa forma, le dije que su misión era sagrada, que hacerlo significaba la condena eterna.
Salomé, gritando como nunca lo había hecho y sonrojada, me reveló que Candelario se había enamorado de ella desde el primer día.
―Él desea participar de nuestro amor y sentir mis labios acariciar su cabeza ―Dijo. Y mirando al suelo bajó la voz.
―Deseo complacerlo.

Nos quedamos mirando largo rato, la cabeza parecía esperar los resultados de nuestra silenciosa deliberación observándonos a través de sus cuencas vacías. Por fin tomé el cráneo, lo volteé y serví vino en su interior hasta derramarlo; se lo ofrecí a Salomé quien en el colmo de la excitación y el placer, bebió por los ojos de candelario el líquido que se escurría por sus brazos; ella lamía el vino que humedecía su piel y regresaba ávida a inclinar el cráneo sobre sus labios. Serví más licor y bebí hasta la última gota, sentí o imaginé cómo los sesos del muerto venían mezclados con el vino.

Salomé me buscó y nuestros cuerpos se volvieron a juntar. Arremetí con todas mis fuerzas dentro de ella, Salomé se empujaba en mí con desesperación, lamí cada parte de su cuerpo y sentí su humedad llenar mi boca; estaba insaciable. Excitada pidió a gritos a Candelario. En mi locura lo invoqué y le presté mi cuerpo para que la poseyera. Él entró exaltado en mi materia, podía sentir el vigor de su espíritu en mi cuerpo y Salomé se percató de que era otro el que la penetraba. Ella gimió de placer y los tres nos fundimos en esa mezcla de vino y gritos y semen y saliva.

Juntos comulgamos en aquella bestial orgía hasta que el alcohol nos venció y terminamos inconcientes. Cuando recobré el sentido, el cuerpo desnudo y sin vida de Salomé se encontraba en el suelo junto al cráneo destrozado de Candelario. No recuerdo nada. No sé si la maté por celos, en mi borrachera y destruí el cráneo, o si Candelario se la llevó porque no pudo vivir, si el verbo es permitido, sabiendo que le pertenecía a otro.

martes, 16 de junio de 2009

Buscador de Soledades

Es mi corazón un cazador solitario
Carson McCullers


Buscador de Soledades


Nunca he sabido disuadirlo.
Yo quisiera sólo coger, comer y dormir
pero siempre termina llevándome
entre calles y libros.
Algunas noches me susurra al oído
que busca al espíritu.
La primera vez, me reí de él,
pero después me lo dijo llorando.
No supe qué decirle, me arrastró en su silencio.
Lo he visto brincar y saltar como niño
ante un aforismo y conmoverse con Gautama.

Le he mostrado mujeres hermosas y voltea
distraído.
Le he ofrecido del sexo de las putas y se ríe
melancólico.
Le he brindado del humus del alcohol y canta
jubiloso.

Prefiere la soledad, el silencio.
Se agazapa, observa desde su cueva
de huesos y carne ansiosa;
siempre listo para saltar sobre lo etéreo
contempla lo insondable, el misterio
y corre en pos de lo intangible.
Así es él. Vivimos distanciados.

Jorge S. Luquin

Haikús

Haikús


Colores

Es tu presencia
como caleidoscopio
a mi alma oscura.


Camino

En un sendero
de hojas rojas y secas
tus pies se arrullan.


Dogma

Morir por la fe
no es morir, sino vivir
eternamente.


Fantasma

Tras la cortina,
un cuerpo dibujado.
Presencia de humo.


Ubicuidad Zen

Un caminante
tras las huellas de Buda,
en flor de loto.


Sexo

Piel que se embarra,
fundida en otro cuerpo,
de sal y semen.






Cynthia

Una mirada,
las ansias desbordadas,
juntos los cuerpos.


El palco

El escenario,
un órgano, el fantasma.
Y tú llorando.


El metro

Gente, tren, túnel,
discos, putas y ciegos
y tú más cerca.


Puta

Piel inflamada
de ajenos deseos,
repartiendo amor.


Real Arco

Un arco ancestral
Resguarda en su dovela
la clave de Dios.


Haikú

-¿Haikú? ¿Qué es eso?-.
-Instante detenido,
inmortal visión-.


Deseo

Mirada fugaz
que hace estallar mi pecho
cimbrando huesos.

Noche de Todos los Santos

Noche de todos los santos

Tomad la manzana, partidla a la mitad
horizontalmente y tal vez descubráis la joya
viva del secreto… y su sombra luminosa.


Todo estaba listo. Habíamos trazado el círculo e invocado a los espíritus. La fogata empezaba a chisporrotear, la luna nueva presagiaba que la Anciana llegaría, la Diosa Cerridwen, la Diosa del caldero, nos ofrecería sus dones.
Primero se consumió la ofrenda de los muérdagos sagrados, luego cada uno de los asistentes preparamos máscaras con yeso y pintura, máscaras que representaban los vicios que pretendíamos destruir. La sacerdotisa, emulando a la anciana, para recibir sus favores se atavió con la túnica negra de terciopelo y la corona de plata con el símbolo de la pata de bruja sobre la frente, la parafernalia, el bosque y el frío penetrando los huesos rodeados por la niebla, nos recordaba a los presentes la Edad Media, los aquelarres.

El ritual empezó. Con la máscara representativa de nuestros defectos más arraigados comenzamos el “desfile de las almas perdidas”. La sacerdotisa danzaba en el bosque acompañada de un bufón, nosotros la seguíamos en fila. El bufón al vernos se reía o hacía bromas de nuestras máscaras. La fila se rompió y de forma caótica cada uno de nosotros observaba a los demás. Sin orden, nos acercábamos unos a otros para mirar los detalles de cada una de las máscaras. Sólo nos alumbraba el fuego de la fogata. Tal vez fue el muérdago o el oscuro bosque, tal vez la fogata y el ritual, tal vez todos estos elementos unidos los que provocaron que el conjunto de rostros parecieran deformaciones de la mente. Surgió ante mí el carnaval de mi existencia, en todas esas máscaras estaba yo. Vi una prostituta de labios rojos y vulgares y la decadencia en su tez; vi un rostro putrefacto, la carne se le caía a pedazos dejando entre ver los huesos de los pómulos; vi una falsa cara sonriente, el sufrimiento la consumía; vi mi dolor y tu dolor; vi el poder que degenera en tiranía; vi la agonía del silencio, la hipocresía, el llanto y la ilusión que los hombres llaman felicidad. Me maree, sentí angustia y quise huir. No me reponía de ese torrente de imágenes y sensaciones cuando de lo profundo del bosque un ruido estruendoso, como si los árboles fueran arrancados por una fuerza descomunal nos paralizó. Animales en medio de alaridos se dispersaban por todo el bosque. Un grupo de bufones danzarines con la mirada extraviada y movimientos desordenados aparecieron delante de nosotros surgiendo de lo profundo del bosque. Presidían el paso del trono de la vieja bruja, la Diosa de rostro verde. Siguiendo alguna especie de orden silenciosa, esos seres bufonescos condujeron el caldero de la transformación hacia la fogata. Todos quedamos petrificados de asombro, de terror. Ansiábamos la llegada de la Diosa y casi no resistimos su presencia. El viento soplaba con tal fuerza que los árboles se doblaban, parecía que la naturaleza entera se inclinaba ante la Gran Señora. El trono se posó sobre el suelo accidentado del bosque y, como si fuera una señal, todo regresó a la calma, el viento dejó de soplar y nos invadió una calma interior que el pánico que hacía un momento nos había paralizado parecía un lejano sueño. Entonces fuimos guiados uno por uno ante la presencia de la bruja; ella, con la punta de su athamé sobre nuestro pecho nos instó a precipitarnos ante el cuchillo ritual antes que llegar al caldero con la máscara en el rostro. Renuncio a ella en perfecto amor y en perfecta armonía, era la palabra de pase. Las máscaras alimentaron poco a poco el fuego del caldero y en el hirviente líquido fuimos despojados de todo aquello que debía morir en nosotros. El caldero rebosaba de pecados. La Diosa con su mágica cuchara movió el líquido pestilente hasta disolverlo, de modo que un agradable aroma a uvas fermentadas invadió el bosque. Los cálices se llenaron con el vino de la vida transformada. Nos sumergimos en el éxtasis del elixir y la Diosa nos transportó a su mundo. Ahí nos fue conferido un símbolo.
Al regresar de ese mundo todos los participantes mostramos el símbolo que se nos había dado, era el mismo para todos. Lo burilamos sobre una piedra blanca con uno de los caracteres del alfabeto mágico de Odín. Su significado es…

Jorge S. Luquín.

La Secta

La Secta


Jorge S. Luquín


Sólo los extraños datos recopilados por el hindú Anand Baruta, en cincuenta años de investigación -de 1876 a 1926- dan testimonio del increíble relato sobre Beluch, el Mago, jefe de los Vansur y su infinita venganza.

Según los datos del historiador Anand, los Vansur son una secta que prevalece hasta nuestros días en la forma de órdenes secretas dedicadas a la vida contemplativa, estudiando curiosos mapas que enlazan la geografía con las posiciones de los astros. Esta secta tiene su origen en la Persia del siglo VIII. En su origen eran practicantes de ritos agrícolas inofensivos, pero tras las guerras intestinas en toda la región que habitaban por la imposición del Islam, emigraron hacia la India y mezclaron sus ritos con algunas prácticas del culto a Kali, la Diosa “Negra”. Los ritos surgidos de esta unión fueron considerados, por los contemporáneos de la secta, altamente peligrosos por contener comercio espiritual con los demonios de su primitiva religión. El culto consistía en asesinatos rituales de víctimas escogidas por haber cometido algún tipo de traición a la orden. Los llamaban “Ritos de Venganza”.

Los estudios reconocen tres periodos bien definidos de la Hermandad, y aunque se ignora el propósito actual de la secta, se cree que se encuentra todavía en el tercer periodo.
El primer periodo es la etapa antes de su éxodo a la India en el que la vida cotidiana de la secta transcurría en medio de sus actividades pastoriles y agrícolas. Adoraban una divinidad menor emparentada con el gran dios Marduk y su propósito sólo era proteger el ganado y la cosecha. Vivían en monasterios en medio del desierto y practicaban una serie de hechizos simpatéticos con la piel del ganado y ofrendas de cereales. El segundo periodo empieza después del éxodo a la India donde surgen las primeras asociaciones con los practicantes del culto Shivaíta adoradores de la cruz gamada y su vinculación con los cultos a la diosa Kali. Esto se interpretó primero como una búsqueda de aceptación por parte de los Vansur con los habitantes de su nueva tierra, pero sus ceremonias rápidamente se convirtieron en causa de temor para los aldeanos supersticiosos de la región. A pesar de ello, no se registran incidentes importantes sobre sus prácticas. El tercer periodo se inicia con un violento acontecimiento. Uno de los miembros prominentes de la secta, Sumo Sacerdote de la Orden llamado Abduhl Haman enloquece y asesina con su puñal a Beluch, Gran Mago y jefe de la Orden. Aquí, los estudios de Baruta se mezclan con el mito y la superstición. Según la tradición, Abduhl Haman fue poseído por un demonio quien le ordenó cometer el acto sacrílego de asesinar al Gran Maestre de la Orden; siempre según la tradición, herido de muerte Beluch maldice al poseso condenándolo y condenándose él mismo a perseguirlo por los laberintos del tiempo y el espacio por toda la eternidad y destruirlo hasta la consumación de los tiempos.
Con esta maldición, continúa la leyenda, el mago Beluch encadenó sus almas al laberinto del tiempo recurrente y cambió para siempre el destino de los Vansur quienes, profundos creyentes de la reencarnación abandonaron sus sacrílegas prácticas para dedicarse a buscar por generaciones el rastro del nacimiento de su viejo y vengativo sacerdote.

Esta extraña leyenda dio origen al tercer periodo de la secta. Abandonaron para siempre su vida monástica y se extendieron por toda la superficie del mundo conocido, creando organizaciones secretas que registraban todas las sentencias que pronunciaba un oráculo que interpretaban sus sabios sacerdotes. Este oráculo era la brújula para detectar el lugar y la persona que según la secta encarnaba a su antiguo jefe.
Los registros del historiador Anand Baruta registran la primera encarnación de Beluch cuarenta años después de la tragedia, en China y narra la biografía de Fong Sumi documentada por los Vansur. Fong sumi asesina a un hombre y éste a su vez hiere a Fong Sumi quien muere en un laberinto de estatuas asesinado a cuchillo.
La lista de Anand sobre las supuestas reencarnaciones de Beluch, el Mago y Abduhl, el poseso es interminable. La leyenda estima la existencia de dos mil setecientos cincuenta y ocho casos, pero los archivos que se conservan de Baruta sólo registran mil treinta y cinco episodios. En todas ellas narra la muerte de Abduhl y Beluch, en todas, su vida concluye en un laberinto.

La que sigue a la muerte novecientos veintitrés no está fechada, sucede en Francia y el Gran Mago muere sobre el laberinto que forma parte del pavimento de la Catedral de Chartréss. Otra más, sucede en unas grutas laberínticas de miles de kilómetros de alguna región selvática de México.

La leyenda dice que los Vansur continúan buscando a su maestro, y aunque los únicos documentos que tratan de la secta son los del historiador hindú, Anand, es posible que investigadores contemporáneos hayan tenido acceso a la tradición Vansur. El caso de la Muerte y la Brújula de Jorge Luis Borges podría ser el más reciente episodio entre estos dos hombres condenados a encontrarse eternamente.


Jorge S. Luquín

El Brujo

El brujo


Sí, yo conocí al tal Miguel y supe todas sus andadas por estas tierras. Mire… le voy a contar.

El llegó aquí en el ochenta y ocho, pero ya había andado por Quilá y el Dorado algunos años antes, entonces pos ya lo conocía la gente de por acá. A él lo buscaban mucho de otros ranchos, era muy famoso por las curaciones que hacía.

La primera sorpresa que nos dio fue cuando se llevó a vivir a su casa a la Lorenona, la de la cervecería y la presentó como su novia; los que más confianza le tenían le decían que pa’ qué se llevaba a esa vieja habiendo tantas muchachas, que esa era una puta, pero Miguel se enojó. No dijo nada, nomás no se volvió a parar en casa de los que le habían dicho sus piensos.
Lo de mariguano y borracho pos ya no era sorpresa, todos lo conocíamos así, pero lo queríamos porque siempre ayudaba a todos los que se le acercaban.

Lo de brujo, se queda corta la gente. Era brujísimo. Nomás de verlo a uno le decía todo: cuantos hijos tenía, si era casado, si estaba enfermo, si su mujer lo engañaba, si tenía amantes; bueno, hasta a las viejas les decía si estaban menstruando. Yo ví como levantó a doña Severa de su silla de ruedas y como le quitaba lo loco a Felipillo, el de don Antonio.

Yo me lo llevaba de de caza al monte porque le gustaba mucho. Cazábamos armadillos que porque la concha la usaba pa’ enterrar trabajos de brujería y el pito pa’ atraer mujeres; tlacuaches pa’ usar su manteca contra la bronquitis; gatos monteses pa’ usar la piel contra brujerías; venados pa’ colgar sus cuernos como protecciones y la carne pa’ comérnosla.

Le gustaba que lo llevara a escarbar en la parcela porque siempre encontraba figuras de los indios de antes y a buscar oro que porque decía que aquí había mucho.

Un día se enteró que la Lorenona se había ido con otro y Miguel se puso muy borracho y mariguano; toda la noche tomó y al otro día, tempranito, ya había dejado el pueblo.
Luego me enteré que estaba en Pueblos Unidos, en casa de don Manuel y fui por él porque yo iba a sembrar el fríjol y quería que me ayudara pa’ que la siembra fuera buena; me ayudó y tuve muy buena cosecha.

Yo me la pasaba con él porque, pos tú ya sabes, a mi también me gusta el pisto y con él era tomar todo el día.

Nos hicimos muy buenos camaradas y lo acompañaba a ver a todas las personas que atendía.
Ahí conoció a la Brenda, la prima de mi mujer; la que está casada con el Panchón.
Ya tenía tiempo medio loca y su comadre la llevó con Miguel porque no podía andar sola, desconocía al marido y a los hijos y se arrancaba pa’ la capital.

Miguel la empezó a curar. Siempre acompañada de la comadre porque la Brenda ni hablaba, estaba como muda, como tontona. La comadre era la que le decía al Miguel cómo se sentía la enferma.
Un día llegó la Brenda sola, más repuestita; cuando salió, Miguel me dijo que ella quería con él. Al otro día llegó la Brenda con una faldita enseñando todos los muslos y se encerró con Miguel. Cuando salieron, Miguel y yo nos fuimos a la cervecería.

-¿Qué pasó, Miguelón? - Le pregunté- ¿Qué tiene la Brendona?
-Está bien jodida, toma pastillas pa’ calmarse que le recetó el doctor, dice que si no se las toma se siente desesperada.
-¿Y tiene arreglo?
-Pues son varias cosas. Dice que su marido no le gusta por gordo, y luego, como confesándose, me dijo que tiene unos “amiguitos” jovencitos con los que se desahoga cuando puede.
-¿Y qué le vas a hacer?
-Quedamos en que le voy a dar mariguana a fumar para que deje el valium, le hace menos daño y no le crea adicción. Me preguntó si la mariguana la excitaría porque el valium le gusta por eso, dice que la pone caliente. Le dije que sí y que de hecho era mas rica la sensación con la mariguana.
-¿Y crees que le entre?
-Claro, si es su pretexto, ya te había dicho que quiere conmigo. Hasta me dijo “¿que tal si fumo y me caliento y ahí te agarro? Puse cara de sorpresa y le dije que eso estaría bien.

Desde entonces, la Brendona iba cada tercer día por su “terapia”

--Eso es lo que necesita --dijo Miguel-- ni limpias ni medicina, su problema es que es muy caliente y su marido no la atiende.

Como Miguel siempre sabía qué hacer en cada caso, pos yo no dije nada. La Brendona no se volvió a poner loca y su marido, el Panchón, fue a agradecerle a Miguel la curación de su esposa, quien después de recompensarlo con un buen fajo de billetes, le pidió un tratamiento igual para él.



Jorge S. Luquín

Yegua de la Noche O De los Sueños Húmedos de Borges

Yegua de la noche
O de los sueños húmedos de Borges

Si un hombre atravesara el paraíso
en un sueño y le dieran una flor
como prueba de que había estado ahí,
y si al despertar encontrara esa flor
en su mano… ¿entonces qué?
Coleridge



Es difícil explicar los sueños porque cada cultura produce los suyos propios, entre ellos no se parecen sino en lo caótico.
Yo he creado mi propio universo y lo he poblado de seres imaginarios, libros mágicos y personajes adivinados por mi propia fantasía. El tiempo y el espacio han ocupado mis reflexiones, la historia, mi poesía.
Siempre mi universo se ha ceñido a los temas de mi interés ¿Cómo entonces explicar que un mundo ajeno haya penetrado mi universo?

La única forma de exorcismo que me fue dada es la escritura.

Ya dije en otra parte que mi ceguera me ha traído un paisaje de escenarios amarillos, éste color también predomina en mis sueños. La intrusión de ese mundo ajeno fue evidente por la presencia del color rojo. Ese hermoso color, que hacía mucho no veía, invadió mi universo privado en la forma de una atmósfera pestilente de vino, de un laberinto de espejos y de los humores de mujeres y hombres vulgares que se expresaban en un inglés también vulgar. Mientras percibía cómo ese ambiente degradante me envolvía, un hombre barbado y sucio se me acercó.
-Por favor, acompáñeme- me dijo el hombre desaliñado y sin esperar respuesta me tomó del brazo y me condujo por ese laberinto de reflejos. A su paso, todos saludaban al hombre de la barba con un temor casi reverente.
Buenas noches, señor o ¿cómo está usted, señor? Y sin esperar respuesta se esfumaban.

Llegamos a una mesa en la que se encontraba una mujer rubia, joven y medio vestida con una blusa transparente que sólo cubría los senos y una falda muy corta que dejaba ver sus hermosas piernas sin sugerir nada.

-Tome asiento junto a mi- me invitó la joven con una sonrisa cautivadora- ¿Qué lo trae por aquí? continuó, evidentemente tratando de ser cortés.
-Bueno… busco a Beatriz- contesté y mi respuesta me sorprendió a mí mismo.
-¡Ha! En un momento sale, ya casi es su turno.
-Y dígame, señorita ¿quién es el hombre que me trajo a usted?
-Es el señor Charles, es el dueño del lugar y de… todas nosotras.
-¿Dueño de ustedes? ¡Oh! Sí… es como el Dragón de la imaginería germana, habita en las profundidades de su cueva infernal y custodia su tesoro, pero como el Dragón, jamás usa su tesoro.
-Me gusta su comparación… sí, nosotras somos su tesoro y no nos usa. Sólo deja llegar a nosotras al héroe que merece poseernos- contestó alegre y su risa resonó en todo el lugar- es usted un señor muy divertido ¿me invita una copa?
-Lo siento, sólo espero a mi Beatriz. Es la única que me ha devuelto la fe en el Eterno. Pero dígame ¿qué hace usted en éste lugar?
-Trabajo, me gano unos dólares para mantener a mi novio. El muy desgraciado no trabaja, pero si no le doy dinero me deja y lo último que quiero es quedarme sola. Ya me abandonó mi padre cuando era niña y ahora no voy a permitir que mi novio me abandone. Además me gusta lo que hago: juego, me burlo de los arrastrados que vienen a mendigar una caricia. Cómo cuando yo le mendigaba caricias a mi padre y lo único que hacía era ignorarme, empujarme. Mi error fue insistirle, porque un día que llegó muy borracho, más de lo que acostumbraba, me buscó para golpearme y me violó. Me decía que no llorara, que sólo me estaba dando lo que yo siempre le pedía. Después lo mataron, dicen que por pleitos de dinero, yo no sé, pero él tenía razón, sólo me dio lo que siempre le pedía.
-Es probable que las abominaciones que hizo su padre se reflejen en ese espejo de múltiples dimensiones que es la vida de su hija, o sea usted, y esté pagando su padre, con una orgía de vino, abusos, miedos y humillaciones la condena de su alma que es su propia alma.
Esta cueva, ese hombre degradado llamado Charles, esta vida licenciosa, mi propia estancia en este lugar, mi alma detenida en el infierno de su historia, Beatriz, que es mi fe y mi esperanza condenada, las luces rojas del Averno que nos envuelven y me devuelven, como la sangre, mi vida y mi ilusión; nos unen, nos cuentan un pasado común, un mismo espacio en otro tiempo compartido… ¿me entiende? Todos aquí somos capítulos del mismo libro.

Beatriz se acercó y sin decir palabra, como si su presencia fuera una orden, me levanté y la seguí ¡Cómo me excitaban su cabello negro, abundante, su piel blanca, su cuerpo danzante y poderoso! El color rojo tonificaba mi cuerpo decrépito, me empujaba a continuar, a decir que sí hasta donde ella quisiera. Entramos a una habitación saturada de su aroma, todo evocaba su presencia, el orden, la sensualidad de las formas que en mi ceguera adivinaba hermosas, perfectas.

-Siéntate- me dijo. Tomó mi bastón y lo acarició. Movía sus caderas mientras lamía el bastón y lo pasaba entre sus piernas.
-Sácalo- me dijo, abriendo su boca y lamiendo sus labios.

Sólo acerté a quitarme el pantalón y recostarme. Sentí su boca entre mis piernas, poco a poco el lento dragón fue despertando, monte su cuerpo y cabalgué, cabalgué como en un Purasangre nacido del aliento de Alá. Ella gemía y cada gemido renovaba mi fe… sí, mi fe en la virilidad, que es el único camino hacia el Misericordioso.

No recuerdo más, a la mañana siguiente, al despertar, yacía en mi mano el calzón rojo de Beatriz.


Jorge S. Luquín