martes, 16 de junio de 2009

Noche de Todos los Santos

Noche de todos los santos

Tomad la manzana, partidla a la mitad
horizontalmente y tal vez descubráis la joya
viva del secreto… y su sombra luminosa.


Todo estaba listo. Habíamos trazado el círculo e invocado a los espíritus. La fogata empezaba a chisporrotear, la luna nueva presagiaba que la Anciana llegaría, la Diosa Cerridwen, la Diosa del caldero, nos ofrecería sus dones.
Primero se consumió la ofrenda de los muérdagos sagrados, luego cada uno de los asistentes preparamos máscaras con yeso y pintura, máscaras que representaban los vicios que pretendíamos destruir. La sacerdotisa, emulando a la anciana, para recibir sus favores se atavió con la túnica negra de terciopelo y la corona de plata con el símbolo de la pata de bruja sobre la frente, la parafernalia, el bosque y el frío penetrando los huesos rodeados por la niebla, nos recordaba a los presentes la Edad Media, los aquelarres.

El ritual empezó. Con la máscara representativa de nuestros defectos más arraigados comenzamos el “desfile de las almas perdidas”. La sacerdotisa danzaba en el bosque acompañada de un bufón, nosotros la seguíamos en fila. El bufón al vernos se reía o hacía bromas de nuestras máscaras. La fila se rompió y de forma caótica cada uno de nosotros observaba a los demás. Sin orden, nos acercábamos unos a otros para mirar los detalles de cada una de las máscaras. Sólo nos alumbraba el fuego de la fogata. Tal vez fue el muérdago o el oscuro bosque, tal vez la fogata y el ritual, tal vez todos estos elementos unidos los que provocaron que el conjunto de rostros parecieran deformaciones de la mente. Surgió ante mí el carnaval de mi existencia, en todas esas máscaras estaba yo. Vi una prostituta de labios rojos y vulgares y la decadencia en su tez; vi un rostro putrefacto, la carne se le caía a pedazos dejando entre ver los huesos de los pómulos; vi una falsa cara sonriente, el sufrimiento la consumía; vi mi dolor y tu dolor; vi el poder que degenera en tiranía; vi la agonía del silencio, la hipocresía, el llanto y la ilusión que los hombres llaman felicidad. Me maree, sentí angustia y quise huir. No me reponía de ese torrente de imágenes y sensaciones cuando de lo profundo del bosque un ruido estruendoso, como si los árboles fueran arrancados por una fuerza descomunal nos paralizó. Animales en medio de alaridos se dispersaban por todo el bosque. Un grupo de bufones danzarines con la mirada extraviada y movimientos desordenados aparecieron delante de nosotros surgiendo de lo profundo del bosque. Presidían el paso del trono de la vieja bruja, la Diosa de rostro verde. Siguiendo alguna especie de orden silenciosa, esos seres bufonescos condujeron el caldero de la transformación hacia la fogata. Todos quedamos petrificados de asombro, de terror. Ansiábamos la llegada de la Diosa y casi no resistimos su presencia. El viento soplaba con tal fuerza que los árboles se doblaban, parecía que la naturaleza entera se inclinaba ante la Gran Señora. El trono se posó sobre el suelo accidentado del bosque y, como si fuera una señal, todo regresó a la calma, el viento dejó de soplar y nos invadió una calma interior que el pánico que hacía un momento nos había paralizado parecía un lejano sueño. Entonces fuimos guiados uno por uno ante la presencia de la bruja; ella, con la punta de su athamé sobre nuestro pecho nos instó a precipitarnos ante el cuchillo ritual antes que llegar al caldero con la máscara en el rostro. Renuncio a ella en perfecto amor y en perfecta armonía, era la palabra de pase. Las máscaras alimentaron poco a poco el fuego del caldero y en el hirviente líquido fuimos despojados de todo aquello que debía morir en nosotros. El caldero rebosaba de pecados. La Diosa con su mágica cuchara movió el líquido pestilente hasta disolverlo, de modo que un agradable aroma a uvas fermentadas invadió el bosque. Los cálices se llenaron con el vino de la vida transformada. Nos sumergimos en el éxtasis del elixir y la Diosa nos transportó a su mundo. Ahí nos fue conferido un símbolo.
Al regresar de ese mundo todos los participantes mostramos el símbolo que se nos había dado, era el mismo para todos. Lo burilamos sobre una piedra blanca con uno de los caracteres del alfabeto mágico de Odín. Su significado es…

Jorge S. Luquín.

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